[Relatando vida 2020]
Acta del concurso

Tras varias reuniones realizadas con usuarios lectores vinculados a la Biblioteca municipal de Villamalea en representación de diferentes grupos de edad y actividad profesional relacionada con la geriatría, cuyo resultado fue previa selección de relatos; se reúnen, a 22 de julio de dos mil veinte, las siguientes personas que constituyen el Jurado del Concurso literario “Relatando vida” para resolver el fallo del mismo:

 

Dña. Alicia Noguerón García, médico geriatra.

Dña. Juana Escribano Jiménez, bibliotecaria

D. Jose Ángel Palazón Mascuñán, bibliotecario

 

Haciendo constar que, habiéndose presentado un total de setenta y ocho participantes, resuelven otrogar los siguientes premios según lo determina la base 5ª del concurso:

 

1.   CATEGORÍA JUVENIL

1er premio: “Héroes del nuevo mundo”. Autor: Andrei Lonai

El 2º y 3er premio de esta categoría se declara desierto.

 

2.   CATEGORÍA ADULTOS

1er premio: “Té moruno y tabaco negro”. Autor: Juan L. Rincón Ares

2º premio: “Vuelo bajo de grulla”. Autor: Isidro Horcas Rodríguez

3er premio: “La melodía de las manos”. Autor: David García Rodríguez

 

3.   CATEGORÍA SENIOR

1er premio: “Luego del invierno, la primavera”. Autor: Susana Gianfrancisco

2º premio: “El tren”. Autor: Adela López Caulín

3er premio: “Las horas dulces de la senectud”. Autor: Jose Luis Bragado García

 

Este jurado también determina hacer una posterior selección con los relatos no premiados para su difusión y/o publicación en los diferentes canales y medios que consideren.

 

 

Biblioteca Pública Municipal de Villamalea, 10 de septiembre de 2020

 

 

Los Mayores y la Función – Relatando vida 2020.
Hashtag: #relatandovida2020

 

 


Juvenil
[Andrei Lonai. 1er premio]
Héroes del nuevo mundo

En el año 2179 la sociedad estaba en un punto donde la esperanza de vida había disminuido drásticamente. En gran medida a causa de las guerras y la contaminación. Ahora, todos aquellos con esperanza, rezan por lograr pasar de los 45 y con suerte alcanzar la vejez.

 

Nos encontramos situados en Cádiz, aunque la localización exacta no es relevante, ahora mismo lo único que importa es la vida del joven Vladimir, un chico de 17 años de tez pálida, cabello corto de tonalidad oscura y ojos azul celeste. Un chico con ansias de tener una vida larga y próspera, algo que su salud y economía de por entonces no prometían. Vladimir huyó de Rusia a causa de las guerras que estaban atormentando su país y por la extrema contaminación que lo asolaba, aunque Rusia no era el único… Su huida fue en vano pues logró huir de las guerras, pero no de la contaminación.

 

El joven se encontraba de camino a su trabajo, paseando por unas calles poco transitadas a pesar de ser las principales avenidas de la ciudad, seguramente debido al mortecino manto de unas tormentosas nubes de lluvia ácida al que se sumaban las negras humaredas de las gigantescas fábricas que ya colonizaban gran parte del terreno.

 

Por momentos se comenzaban a escuchar truenos, anunciando el comienzo de la lluvia que al cabo de unos minutos se hizo realidad. Nuestro protagonista tuvo que correr hacia el refugio ofrecido por un viejo árbol situado a varios metros de él. Allí sentado, abrazó sus rodillas y se puso a sopesar su futuro, su existencia, el cómo haría para salir adelante en un mundo tan hostil, tan enfermo, tan vacío de esperanza. En aquel momento, un señor con una gabardina de cuello alto y un sombrero de copa a juego de color negro, se acercó al chico en un acto de plena curiosidad y empatía. Se quedaría de pie frente a él, observándolo por unos instantes antes de preguntar.

 

Disculpa joven, ¿te encuentras bien? ¿Acaso necesitas ayuda?

 

Vladimir alzó la cabeza al escuchar aquella voz algo grave y carcomida por el paso del tiempo, quedándose algo impactado al ver al hombre de aproximadamente metro ochenta de alto y complexión atlética, algo que no encajaba con su voz y que lo dejó confuso y pensativo.

 

Sí… no se preocupe… estoy perfectamente. Solo me derrumbé por unos instantes.

 

No te lo crees ni tú, hijo. Venga, levanta, no es momento de deprimirse.

 

Vladimir, dudoso al principio, acabaría aceptando la ayuda del desconocido, agarrando su mano y levantándose del húmedo suelo de un salto.

 

Llámame Edward, chico. Ven, sé de un lugar más cálido que estas frías y tóxicas calles.

 

Vladimir alucinaba al ver el rostro de aquel hombre, sus arrugas, sus pronunciadas patas de gallo dejaban claro que tenía más de 60 años. Pero, ¿cómo?

 

Durante el trayecto, las escasas personas con las que se iban cruzando por el camino saludaban con emoción a Edward, le pedían con admiración que les contase cómo es su vida y los niños le sonreían con asombro.

 

Finalmente llegaron a una casa bastante modesta, construida en una armoniosa combinación de ladrillos de arcilla rojiza y tablas de madera de abeto, o tal vez de pino. Vladimir, enmudecido, se dignaría a pasar tras unos segundos por la puerta de entrada, observando la casa con detenimiento. Estaba dotada de dos grandes butacas aparentemente de cuero situadas a medio metro de una chimenea apagada. Entre ambas butacas se encontraba situada una pequeña mesa cuadrada de madera con varios libros encima. A la izquierda, un refrigerador algo antiguo pero funcional con una pequeña vajilla a su lado y, finalmente, al lado derecho había una estantería con más libros.

 

Adelante, hijo, toma asiento, la butaca no muerde, te lo prometo, y cuéntame qué hacías tan triste bajo aquel árbol. Tal y como está la cosa, no es bueno quedarse fuera.

 

Vladimir le ofreció una sonrisa y asintió tomando asiento a su lado de forma algo tímida.

 

Ni yo sé lo que hacía… simplemente empezó a llover, me refugié y comencé a pensar en mi vida. Recordé, y recuerdo, una y otra vez, mi miseria. Es difícil no pensar en ello cuando no tienes a nadie en quien apoyarte, cuando los momentos de debilidad se apoderan de ti y no ves ninguna luz… Pero no hablemos de mí -, diría repentinamente Vladimir intentando evitar el tema de conversación -. Quiero saber cómo has conseguido sobrevivir durante tanto tiempo en las condiciones en las que vivimos. ¡Es increíble!

 

Vaya, ¡qué directo eres, chico! Bueno, te contaré el secreto… – Edward, exagerando, miró a ambos lados y se acercó al oído de Vladimir llegando a susurrarle el secreto es aplicar esfuerzo en tu vida y tener determinación.

 

El anciano suspiró levemente y se acomodó en su butaca.

 

Mira, joven, hace años este lugar estaba libre de toda esta contaminación que hoy en día nos asedia, se podía vivir felizmente y prosperar en paz y tranquilidad igual que la gente adinerada, lo normal era vivir hasta los 80 años. Con la llegada de las grandes fábricas, el exceso de consumo y el poco cuidado que se ha tenido del entorno que nos rodea, la situación cambió radicalmente. Ahora, solo los más fuertes sobrevivimos.

 

Y dime, ¿crees que todavía queda algún lugar donde quede esperanza? Si existiese la más mínima posibilidad de llegar a vivir tanto como tú, daría lo que fuese por intentarlo. Quiero vivir… prosperar… tener una familia y verla crecer y envejecer junto a mí.

 

Edward, observando cómo Vladimir hablaba sinceramente con los sentimientos revolucionados, se decidió al fin a levantarse de la butaca, fue a una pequeña despensa y comenzó a buscar algo.

 

Nuestro protagonista inclinó la cabeza intrigado. Tras un minuto de espera, Edward regresó con una pequeña botella, de un litro aproximadamente. Se la entregó a Vladimir, quien la examinó cuidadosamente.

 

Es una bombona de aire, del aire más puro que existe. ¿Querías saber si todavía queda un lugar con esperanza? ¿Te preguntabas cuál es mi secreto? Ahí tienes las dos respuestas. He vivido en ese lugar gran parte de mi vida, allí donde el aire ayudaba a forzar mis pulmones para repartir más oxígeno limpio por la sangre al hacer ejercicio, a salvo de estas lluvias, donde podía leer y estudiar. No ha sido fácil, la mayoría de la gente sabe que su vida va a ser algo fugaz y no se preocupan por su cuerpo y su mente, las tentaciones nos rodean. Por eso te hablo de determinación, de esfuerzo. Ahí lo tienes, joven, el paraíso, el Edén o como quieras llamarlo. ¿Deseas alcanzarlo? Pues álzate desde el abismo donde estás actualmente y lucha por tu objetivo, pase lo que pase. Toma esta botella, recoge tus cosas y embárcate en un viaje que posiblemente te cambie a mejor.

 

¿Lo que me cuentas es verdad? Si es así… ¡Lo haré! Ven conmigo, alcancemos tal lugar juntos.

 

Edward se acomodó en la butaca y miró al chico con una agradable sonrisa.

 

Lo siento, hijo, yo estoy ligado a este lugar. Pese a todo amo esta zona, formo parte de esto y aquí será donde llegue mi hora cuando el destino lo decida. Toma rumbo a Guadalajara y en tu trayecto pregunta por Campisálabos. Si de verdad desear llegar allí, si de verdad tienes esa determinación, haz lo que sea para llegar… te deseo suerte hijo, ve en paz.

 

Vladimir asintió y, tras volver una última vez la mirada hacia Edward, tomó rumbo a su casa para recoger lo poco que tenía e iniciar su trayectoria hacia un futuro mejor, costase lo que costase.

 

Cuatro días más tarde, nuestro protagonista cumplía 18 años y se encontraba en la terraza de la cafetería de un pequeño pueblo que encontró en su camino, cuando al fin optó por usar a la bombona de Edward. El joven la tomó y varios segundos después se colocó el pequeño respirador de la misma mientras abría la válvula. Inspiró profundamente a la vez que cerraba los ojos y alzaba su rostro al cielo. Recordó las arrugas de Edward, la cantidad de libros que había leído, su cuerpo atlético y la tranquilidad y experiencia con la que articulaba cada palabra. Deseó fuertemente conseguir su objetivo. Vladimir expiró y cerró la válvula justo antes de pedir su deseo: y que cumplas muchos más.

 


 

Adultos
[Juan L. Rincón Ares. 1er premio]
Té moruno y tabaco negro

Chano, amigo mío:

 

Le he copiado el tratamiento de amiga que me otorgaba enlacarta que me dejó entre las maderas del banco del paseo marítimo el pasado día 14 de febrero. Sí, claro que la encontré, desde la primera vez. Por la franqueza con la que me abrió su corazón no me cabe la menor duda de que debo considerarlo mi amigo si es que tras leer mi carta sigue manteniendo la oferta deserlo. Quizás desde su punto de vista estas no sean buenas noticias. No sé. Yo ya había advertido sus miradas y su azoramiento alguna vez. Es usted muy constante en su presencia y además muy puntual como yo y, claro,ese estar suyo en el banco junto al árbol siempre solo, siempre serio, y ese abrupto levantarse del asiento ytocarse la gorra para saludar,no,no me habían pasado inadvertidos. Mis años, amigo Chano, me van haciendo un poco más cegata pero mucho más sabia o eso me creo yo.

 

Como habrá comprobado yo también paseo sola; siempre he creído que las personas solitarias formamos una especie de hermandad, de cofradía de intereses. No sé si me entiende. Por la misma ruta que usted dice, “la senda de los elefantes”, me suelo encontrar con grupos de mujeres que caminan sin ritmo, unas veces despacio mientras despellejan a las que no han venido. Yo,  además de sentirme un poco forastera en esta ciudad, huyo del chachareo inútil y prefiero el paseo solitario, los recuerdos amables y mi mundo interior. Como usted, Chano.

 

Ha acertado usted en la mayoría de sus deducciones e intuiciones. No soy “de aquí”. Como usted dice, soy “de más al norte”. Enviudé hace mucho y vivo sola desde hace 4 años, en una casita aquí cerca, entre los pinares cercanos a la playa.

 

Yo también hablo a veces con una vocecita de mi interior; le he leído su carta aunque ya se me había anticipado y me había dicho algo. Cuando me siento a leer allá lejos donde- ¡pobrecillo Chano y que malvada yo! -usted no puede alcanzar, me detengo justo en frente al sitio donde hace cuatro años puse sus cenizas en el mar. Allí parece que su voz es más clara y yo, aunque finja que leo, lo que hago en realidad es escuchar sus consejos y atenciones. Y sí, me ha hablado de usted en varias ocasiones y además le puedo decir que me ha recomendado que me detenga a su lado y que hable con usted, que su “amistad” me vendría bien para paliar mi exilio, voluntario y romántico, pero exilio al fin.

 

Me casé muy joven, Chano. Lo único que sabía con seguridad el día de mi boda es que no estaba enamorada, por muy buen partido que fuera. ¿Él? Me querría su modo, digo yo, pero no era el suyo un buen modo de querer. Le di dos hijos, dos varones a los que ahora de vez en cuando visito más por el amor a mis nietos que por ellos mismos. Aunque me faltó alguna vez, nunca se atrevió a pegarme, yo no se lo hubiera consentido pero el amor es algo más que un “entente cordiale”, ¿verdad?

 

Le fui fiel toda la vida y ser fiel cuando no se ama es más difícil aún cuando ya se conoce el verdadero amor como le pasó a usted, según me cuenta. A ella- sí, Chano, he dicho a ella, no me he equivocado de pronombre -la conocí aquí en las últimasvacaciones que vinimos a esta ciudad. Su familia era la dueña de la casa que alquilamos y ella se encargaba de la casa, nos cocinaba y todo eso. Nos enamoramos como dos colegialas a base de miradas y palabras, las que nos dedicábamos cuando, por las noches, mi marido se ponía a ver la televisión y los niños en su cuarto jugaban con las consolas de turno. Y supe que era amor, Chano, y no amistad porque no tiemblan de amistad las manos ni los labios cuando toman las otras manos o piensan en besar la otra boca. Y supe que era amor, Chano, y no pecado, porque nunca hubo en mi vida nada más limpio ni más puro que ese anhelo mío. Ella y yo, en el porche, tomábamos te moruno con hielo, fumábamos tabaco negro y nos mirábamos a los ojos con codiciamientrasdesnudábamos el alma palabra a palabra hasta altas horas de la madrugada. Nunca dormí menos ni soñé más que ese verano aquí cerquita, entre estos mismos pinares.

 

Mi marido, que no se enteró o no se quiso enterar, nunca se explicó las lágrimas con la que nos despedimos al acabar el verano pero nunca volvimos a veranear en la casita del Pago de La Alhaja. Pero hubo cartas como las suyas desde el barcoy llamadas furtivasy,con toda la carga de la culpa por ser un amor imposible y amoral,fuimos desenredando nuestros corazones y haciendo planes para el futuro.

 

Isabel, así se llamaba, con sus ahorros compró a sus hermanos la casita, pagó el traspaso de un pequeño bar anexo y se fue a vivir allí, a esperar mis cartas y a esperarme a mí. Nunca me dijo una palabra de su enfermedad. Durante el último año, dejó de enviarme fotos y aunque su voz sonaba más cansada, ella me decía que era por su trabajo en el restaurante.

 

También mi marido enfermó de gravedad y yo, cobarde,  esperé que se muriera de una vez -perdóneme la crudeza, Chano -para poderme irme a vivir con ella. Pero, y fíjese si tiene guasa el destino, murieron y se enterraron los dos el mismo día, casi a la misma hora. Y yo, furiosa conmigo misma y con la muerte,cogí el primer tren para El Puerto. Nunca he vuelto a Burgos. Mis hijos, tengo dos que aún viven allí,nunca me perdonaron la ausencia en el entierro de mi marido.

 

Aquí me esperaba una hermana de Isabel con cara de tres metros, una carta suya que olía a tabaco y te moruno, una urna consus cenizas y dos juegos de llaves: la de la casita y las del restaurante, que también era ya suyo y yo no lo sabía. No he vuelto a saber de su familia. La carta no puedo compartirla,siempre la llevo en mi libro; ahora la suya y la de usted se hacen compañía.

 

El notario me llamó al despacho y me puso al día de su herencia: una casita destartalada entre pinares y el chiringuito cercano, cada uno con su correspondiente hipoteca a medio pagar. Y el encono de una familia, la de ella, tan grande como el mar que tanto nos conforta a usted, a Isabel y a mí.

 

Pero salí adelante. Pagué las deudas del banco. Las heridas del rencorde su familia siguen abiertas pero yo sólo puedo poner en ellas tiempo y silencio. Con la renta del bar voy pagando las hipotecas y para el día a día – soy de poco comer y gastar -me apaño con la pensión de viudedad.

 

Usted me escribía y me pedía: “… acceda a sentarse un rato junto al hombre que lleva saludándola con la gorra yel corazón desde hace más de tres años. No le pido más que eso, unos minutos de conversación bajo la sombra de un eucalipto. Le propongo compartir nuestras soledades y dejar que el tiempo diga si puede haber algo más” y yo no quiero negarme, ahora que sabe quién y cómo soy y lo que hago aquí. “¡Tortillera asquerosa, pija bollera!” me escupió el hermano mayor de Isabel un día que vino a emborracharse a mi bary terminó descalabrado entre las dunas. ¿Lesbiana? No lo sé, Chano. No me gustan particularmente las mujeres, todas las mujeres, aunque puedo decir cosa parecida de los hombres. Sé que amé a Isabel con toda la fuerza de mi corazón y que no quise nunca, ni un poquito, a mi marido. No sé en qué me convierte eso ni me preocupa. Pregúntele a su Loli que seguro que ella puede leer mi corazón ysabrá darleun buen consejo.

 

Encontré su carta entre las tablas del banco la primera vez y la segunda y la tercera… pero no sabía muy bien si debía contestarle porque era mucho lo que se me movía en mi interior cada vez que pensaba en explicarle mi vida a usted. He roto catorce o quince borradores y ha sido Isabel la que me ha convencido de que le haga llegar esta última versión. Pero yo se la daré de frente porque me horroriza pensar que puedan caermis pensamientos en manos ajenas.

 

Mañana llegaré hasta la altura de su banco y en vez de saludarlo y acelerar me acercaré un momento y le daré mi carta sin una palabra porque me moriría de vergüenza. Luego aceleraré el paso y me perderé de nuevo por la cuesta arriba. No intente alcanzarme ni me espere, ya sabe que vuelvo por otro camino. Lea esta carta mía un par de veces más y si, aun así, desea seguir “compartiendo soledades”, espéreme mañana, un poco más adelante allí, en el banco de madera donde me dejó su carta. Me gustaría que mi Isabel nos acompañara en este primer encuentro. Puede venir su Loli, como no. Pero sólo le ofrezco eso: una charla de dos – o de cuatro – y lo demás, si debe o puede haberlo,vendrá si tiene que venir.

 

Atte. Carmen. (La mujer del chándal verde)

PD: Por cierto que como le acabo de revelar me llamo Carmen. No lo sabía usted, creo ¿O ya se lo había anticipado también su Loli?

 


 

Adultos
[Isidro Horcas Rodríguez. 2º premio]
Vuelo bajo de grulla

Con el paso de los años el Sr. Murakami ya le hablaba de tu a la muerte, habían tenido alguna rencilla en el pasado, escarceos del destino, no mucho más, pero lo suficiente como para haberse visto las caras, sin temores, sin escondites y sin prejuicios, de manera que ambos conocián de sobra y aceptaban cómo acabaría su relación, se atrevían incluso, bromeando, a ponerle una banda sonora, “Sueño de amor” de Franz Liszt, aunque aún faltaban algunos créditos por aparecer, igual que al final de una película de Hollywood.

 

Hasta su juventud había sido una de esas personas que viven a golpe de corazón sin importarle mucho si esa actitud le acortaba o no la vida, pero a raíz de un accidente laboral que le supuso la toma de conciencia de la levedad de la existencia, había pasado de ser un autómata gris en el Japón despersonalizado de los años setenta del siglo XX a enrrolarse en un atunero desvencijado que faenaba en el estrecho de Gibraltar, y desde ahí era cuestión de tiempo que en uno de sus días libres en tierra tropezase con el “Cante Jondo” en algún tabernáculo del sur de España, se enamorara del país y se decidiera a quedarse, todo previsible, pero lo que si fueron avatares caprichosos del destino es que una grulla anillada le devolviera el amor.

 

Después de sobrevivir a un naufragio en las peligrosas corrientes del estrecho la vida cobra otra dimensión, te hundes en tus miedos o entras en otra categoría, y el Sr. Murakami no era de hundirse.

 

Yo lo conocí en mi primer día de trabajo en una clínica de rehabilitación, venía con algunas costillas fracturadas, tumefacto lo miráras por donde lo miráras salvo en su cara, donde brillaba una sonrisa simpática, de hecho dormía con ella, era como un Buda sonriente. Con ese humor uno se recupera rápido de cualquier enfermedad o circunstancia pero las secuelas de la mar perdurarían de por vida en forma de todo tipo de reúmas, contra eso no cabía sino tratamiento sintomático y ahí es dónde casualmente le hablé de Pétrola. Se lo conté mientras nos despedíamos, él disponiéndose a dejar la habitación y yo pertrechándola para el siguiente. Le hablé de las sales de magnesio y de la densidad de las aguas de la laguna de Pétrola, de sus propiedades para la piel y para problemas en general de lumbalgias y artrosis, se quedó pensativo, sorprendido y agradecido todo en el mismo gesto con boca de “o” mayúsula y cejas enarcadas, en un mohín muy gracioso, ya no nos volvímos a ver hasta el día de la grulla.

 

Habían pasado unos años desde mi etapa en el sur y estaba de vuelta en la meseta, ya jubilado, colaboraba con el club local y el ayuntamiento en la organización de la carrera de invierno, marcando con cintas vistosas el recorrido, cuando de pronto una bandada de grullas comunes alborotaron la quietud del humedal, los patos perdían las plumas al esconderse entre el cañavate y los flamencos estiraban el cuello con desdén y altivez. Habían llegado las grullas, “grus grus“, que enseguida se desperdigaron por las inmediaciones para reponer fuerzas, iban hacia el sur y pronto retomarían el vuelo.

 

El día de la carrera me encontraba en uno de los puestos de avituallamiento de agua cuando después de pasar multitud de corredores veo aparecer una extraña silueta de dos cabezas y seis patas, cuál no fué mi sorpresa al reconocer al Sr. Murakami que se dirigía hacia mí con gesto grandilocuente, tal vez tragicómico, y con una grulla herida en sus brazos, y tras un rápido pero efusivo saludo y al terminar de pasar los corredores decidimos que era conveniente llevarla al centro de recuperación de fauna salvaje. Durante el trayecto en coche, un destello en la pata quebrada desveló que iba anillada, e inmediatamente leímos los datos, estupefactos nos quedamos, ¡era una “grus japonensis”!, confundida de bandada por antojos del destino, famélica, sin fuerzas para levantar siquiera la cresta, yéndose de este mundo. El corredor japonés palideció al írsele toda la sangre del cuerpo al corazón, tenía en sus brazos al ave del amor, una grulla de manchuria, el guiño del destino se mostraba cristalino.

 

Una vez repuestos todos, de la pata quebrada, del trajín hacia el centro de recuperación de aves, y del mensaje que había cruzado el mundo, el Sr. Murakami y yo tuvimos una conversación sentados sobre las piedras de un dique de las antiguas salinas, en un lento atardecer. Me confesó que a raíz del naufragio se le acentuaron los dolores, que mi sugerencia de la laguna había resultado providencial y que llevaba acudiendo a bañarse apenas un mes en días alternos, tal como le dije que era costumbre, que notaba la mejoría y que, junto a que salía a correr todos los días, disfrutaba de la vida en su lento pero inexorable declive, que sin embargo el cuerpo no lo es todo, que la chispa a veces no la encuentras por ningún lado, que las ganas de vivir son como las olas del mar, a veces vienen con más fuerza y otras menos, que en los entrenamientos y en las carreras populares en las que participaba por todo el país se sentía vivo y pleno entre la gente, se fundía con el paisaje y el paisanaje. Que a golpe de corazón se vive con intensidad pero que aún así sentía un vacío, tenía la sensación de que le faltaba algo y que en el momento de leer la anilla de la grulla de manchuria había sentido una fuerte excitación interna como una pulsión que lo llevaba de vuelta hacia su Japón natal, que había captado el mensaje que sin embargo esta vez no iba en una botella vagando por el océano, sino en el frágil tobillo de un ave.

 

El Sr. Murakami partió a la mañana siguiente, su corazón estaba preparado, su salud mejoraba con la ilusión de la aventura, tenía un objetivo que le hacía latir, estaba dispuesto a recorrer el mundo de vuelta a casa, llevaba la mochila cargada de esperanza, de confianza y de experiencia, la salud era una consecuencia de todo, en el brillo de sus ojos y en su sonrisa de buda dorado se podía leer en cualquier idioma lo mismo, estoy preparado para entregarme, en mi no hay duda ni vuelta, soy lo que tu ves en mi, soy en tí lo que tu ves en mí, asi de diáfano se presentaba.

 

Un rápido cálculo en Google maps indicaba que el viaje sería cuestión de un par de años, dieciseismil kilómetros, a media maratón diaria y con algún descanso. En su liviana mochila apenas llevaba deseos, ilusiones y empatía, pero le bastaría para darle tantas vueltas al mundo como quisiera, porque con alforjas pesadas apenas se puede mover uno y sin embargo el amor te de las alas que necesitas y la fuerza de los mares en su caso. El Sr. Murakami se había convertido de esa manera en un espíritu ingrávido, una grulla de manchuria que correría ligera hacía donde la llevara el amor, que a fin de cuentas es lo único que tiene sentido en la vida, que es la clave que aclara tantas cosas inexplicables, que es el sentimiento que no te debe faltar en tu vieja mochila cuando vas llegando a la próxima parada.

 

El Sr. Murakami corría sin apenas levantar polvo de los caminos, las gentes lo miraban pasar como quien ve pasar la luna en su orbita, con una admiración sostenida en semitono de “do”, el Sr. Murakami estaba en la carrera de su vida, un ultratrail con desniveles acumulados de amor y desamor.

 


Adultos
[David García Rodríguez. 3er premio]
La melodía de las manos

 

De toda la vida les había gustado bailar, pero ahora su estropeada cabeza descansaba en unos hombros enflaquecidos y sin fuerzas y sus manos residían alineadas lánguidamente entre sus piernas. Diariamente le sentaban allí, donde los rayos del sol acariciaban su frágil y surcado cuerpo. Le gustaba sentir su calor, sus caricias, y él se dejaba abrazar por ellos sin oponer resistencia. Inmemoriales, sus ojos infantiles miraban al frente. No había expresión alguna en ellos, aunque sí un brillo quebradizo. En el cielo tan celeste y limpio podía distinguir perfectamente cómo dos cometas bailaban en el aire en un baile lento y suave, casi inerte. Quizás el viento aquel día, era sereno. No alcanzaba a ver quién las manejaba, pero estaba seguro de que reían. Los niños siempre ríen cuando juegan. Tampoco podía escuchar sus risas, seguro de que el cristal silenciaba sus voces. Sintió en sus manos arrugadas el hilo de una cometa ya lejana, aquellos tirones suaves en sus manos de niño por el azaroso viento de su infancia perdida.

 

Hoy ya solo eran las manos su memoria. Su alma de poco se acordaba, quizá desgastada de tanto recordar. Pero en las manos todavía le quedaba el recuerdo de algunas cosas que habían tenido. Como aquel recuerdo del agua de un arroyo de su remota infancia y que cogía distraídamente sin darse cuenta de su ventura. Una corriente de agua fresca que mojaba sus manos mientras soportaban el suave empuje de su ineludible marcha. Ese sentir convertía a aquella corriente de agua en el fruto más hermoso de todos los tiempos. Sentir el empuje del agua de aquel arroyo entre las manos era como sentir la paciencia del mundo, aquella reguera excavada y madurada despacio en su incalculable suma de días y de noches, de sol y de agua, que le dieron esa forma irregular pero constante. Aquella agua no sabía acariciar, solo acompañaba a su mano con su empuje, y oscuramente en ese recuerdo ileso, sin saber cómo y sin poder explicarlo, recordaba el agua de aquel arroyo de una tarde de primavera de un año ya demasiado lejano. Pensaba en como aquel arroyo fluía en su quietud, y sin buscar, supo esperar sin pedir nada más que la eternidad de ser agua pura recorriendo la tierra.

 

Ochenta años después, esa agua seguía viva entre sus manos, no podía verla ni buscarla, pero sabía que en algún sitio del mundo estaba viva, tal vez ya convertida en rio o mar, y pensaba que el agua le seguía enseñando que, como el amor, debe fluir suave, desprendido de las falsas alas de la prisa porque solo así, puede derrotar a su propia muerte. También recordaban ellas, sus manos, haber tenido una cintura a la que ceñirse para bailar, recordaba la suave cabeza de la amada entre sus dedos. Nada más misterioso en este mundo, pensó. Recordar como sus dedos solo habían deseado entrelazarse con los de la amada mientras sonaba la música o contar sus cabellos lentamente, uno a uno, como hojas de un calendario infinito.

 

Eran recuerdos de unos años que quedaron muy muy atrás en el tiempo, que formaron parte de innumerables días felices, dóciles al amor y que ahora los revivía secretamente. Pero al palpar esas formas inexorables por la que su memoria se resistía, sus manos, al momento, volvían a quedarse ciegas. No eran caricias de la memoria, no, pensaba. Eran preguntas sin fin, infinitas angustias hechas tactos ardorosos.

 

Y nada le contestaba, nada le daba una explicación. Tan solo poseía una sospecha de que todo se le escapaba y huía cuando entre sus manos lo quería oprimir de nuevo. Algo en la cabeza se había deteriorado, algo estaba definitivamente roto. El peso en sus manos se lo insinuaba y los dedos se lo creían. No querían convencerse y por eso tocaban y tocaban pero, en un instante, solo había vacío frente a él.

 

Junto a él, una voz femenina, familiarmente oscura junto a su frente, le susurraba sin cesar que el misterio más lejano, estaba tan cerca que no se podía tocar con la carne mortal con la que él buscaba sin cesar las presencias invisibles del pasado.

 

Él, desesperado, se agarraba las sienes con las manos llenas de surcos que la vejez había abierto en su piel yerma y movía la cabeza de lado a lado negándolo todo. Nada sabía, nada, repetía una y otra vez. Cuánto tiempo más se decidiría su vida o su muerte tras esas pobres manos engañadas por la hermosura de lo que sostuvieron.

 

Entre unas manos casi ciegas que no podían saber, su única fé estaba en seguir esperando que regresara el agua de aquel arroyo o que la cabeza de la amada volviera a vivir otra vez entre sus dedos, para sentir el triunfo de no estar nunca vacías.

 

Pero, en un instante, se dio cuenta de que ya no recordaba ni su nombre. Abandonaba poco a poco los pocos pensamientos que se le iban oscureciendo por el trocito de cielo que contenía su ventana. Veía pasar a las golondrinas, cuervos y palomas, que tanto solían inundar los cielos del pueblo, y sus ojos se iluminaban con un destello de nostalgia.

 

De toda la vida, les había gustado bailar pero ahora, su amada se sentaba a su lado, quieta, cada hora de cada día de sus días. Él ya no lo sabía, no recordaba ni su rostro ni su nombre. Ella, cada mañana se esmeraba para que quisiera ser nuevamente su amiga, peleando contra ese mal que le obligaba a olvidarla. No le importaba si ella había puesto bonitas flores del jardín en la mesa o si le había peinado sus cabellos blancos para que se sintiera guapo. En lo que dura un “tic tac”, no sabía que lo había hecho ella, pues ni siquiera recordaba su nombre.

 

Y así, sentado frente a la ventana, dejaba volar su mirada y esa mente traicionera que le había vuelto la espalda. Simplemente el reloj llenaba su espacio de silencios, y en ese “tic tac” se perdía en la nada. Y de repente se giraba, la miraba y le contaba dónde había nacido, y la historia del arroyo de su infancia… y ella lo escuchaba ilusionada. Y, en un “tic tac”, volvía a explicarle dónde nació… y ella le sonreía como si no supiera nada. Y… “tic”, “tac”, le contaba nuevamente la historia del agua…y la pena iba calando en su alma.

 

Repetía las cosas una y otra vez, pues su mente no podía recordar lo que acababa de contar. Cuidar de él la obligaba a mirarse en el espejo, a ver sus flaquezas, a honrar su alma, esa alma que vivía a merced de esa insensible dolencia.

 

Y aunque no recordara su nombre, ella atesoraba en su corazón los mismos instantes de íntima complicidad que aquellos otros en los que él contó innumerables veces sus cabellos en su regazo, uno a uno, con sus dedos jóvenes y delgados.

 

De toda la vida les había gustado bailar, pero ahora con esa mirada trabada en las sombras de la desmemoria, pasaba los días en compañía de esa terrible y lejana ausencia.

 

Solo a las cinco, cada domingo, volvía a la vida. Le encendía la radio cuando ese programa cuya cabecera era la canción Volver de Gardel y le hacía escapar de su mundo de tinieblas. Rompía su largo silencio y al fin decía: -Ponla más alta Consuelo-.

 

Le pedía que le ayudase a levantarse, con sus manos se abrazaba a ella y le preguntaba, como aquella primera vez en las fiestas del pueblo, si quería que bailaran.

 


Senior
[Susana Gianfrancisco. 1er premio]
Luego del invierno, la primavera

Salió cuando aún corría la brisa fresca del amanecer. Solía levantarse muy temprano, su lecho en soledad le resultaba insoportable, y comenzó la caminata diaria que le habían indicado, para mantener su pierna operada con buena circulación y tonificada. Lo hacía con la ayuda de un bastón que, a pesar de su desagrado, debía usarlo para caminar más seguro. Luego, se dirigió a la galería comercial que quedaba en el centro de la ciudad para desayunar con el pan recién horneado, de fabricación propia y un café doble. Como el calor ya castigaba en las veredas, se quedó hasta cerca del mediodía en el bar, viendo circular la gente, charlando con los amigos que tenían una rutina dominguera parecida.

 

Ese día especialmente, estaba muy triste porque se acercaba el quinto aniversario del fallecimiento de su esposa Teresa. Su hija mayor lo había invitado a almorzar ese domingo, para mitigar su dolor y entretenerlo con los nietos que, como animalitos sedientos, rodeaban al abuelo para abrevar anécdotas de él.

 

Se entretuvo más de lo debido en la confitería y cuando se dio cuenta de la hora, se apresuró a abandonar la frescura de la galería. Bajó por la escalera mecánica, aliviándose la pierna operada. Pero en su descenso, le llamó la atención unos rasgos que venían por la escalera vecina que ascendía y que lo transportaron a su juventud.

 

Era Nora, no cabía dudas, y mil recuerdos hermosos inundaron su mente y corazón. Ella sintió el peso de una mirada y levantó su rostro para enlazar sus ojos con los de ese hombre. Era Ernesto, ese amor inolvidable de su juventud. Nora sintió que se aceleraba su pulso. Ernesto sintió un nudo en la garganta y no pudieron decirse nada cuando se igualaron las alturas. Bajó de la escalera y al girar nuevamente, vio a Nora arriba que le saludaba tímidamente con la mano. Él retribuyó el saludo y cada uno siguió su camino.

 

No fue un domingo similar a los de los últimos años, porque, aunque trataba de entretenerse con los nietos y las conversaciones de su hija, no podía evitar que Nora rondara por su cabeza. Deseaba volver a su hogar, poner una buena música en su viejo equipo y pensar.

 

Llegó a casa disfrutando que estaba solo, sensación que no había sentido muchas veces, excepto cuando se enojaba con Teresa y no quería conversar con ella. Pero esta necesidad de soledad era para estar acompañado por los recuerdos de lo vivido con Nora en la mocedad. Había sido un amor muy intenso el que se tuvieron y el traslado del padre de ella a un Regimiento de otra provincia, había provocado la separación. Tenía veintitantos años y la había llorado. Luego conoció a quién fue su esposa, tuvo dos hijos, una vida sin altibajos hasta que una enfermedad lo dejó viudo.

 

Nunca más le interesó otra mujer, se dedicó a su trabajo con ahínco para paliar la soledad y llegar a casa cansado y poder dormir. Pero con los años, cada vez dormía menos, sobre todo desde que le llegó el retiro y las horas le sobraban. El problema de su pierna lo había entretenido en las salas de espera de los consultorios médicos y en la rehabilitación.

 

Tuvo plena conciencia del paso del tiempo cuando vio a Nora con algunas canas y unas tiernas arrugas alrededor de los ojos. Intuyó que ella lo había visto con el bastón y se abatió pensando en lo viejo que seguramente lo notó. Parecía que los años habían llegado con más peso para él que para ella. Luego se deprimió más cuando pensó cómo haría para encontrarla de nuevo. Pero apareció una luz de esperanza, quizás en la casa donde Nora vivía de joven, pudieran darle datos de su dirección.

 

Ernesto se decidió a ir y, para no parecer muy ansioso, dejó pasar hasta el miércoles siguiente para averiguar su paradero. Cuando llegó al domicilio al que tantas veces había ido para visitar a Nora, empezó a notar un cierto temblor en las manos. Pero se animó y llamó a la puerta. Nora vivía allí, le dijo la empleada, pero había salido de compras. Ernesto sacó una tarjeta de su bolsillo y pidió se la entregara, escribiendo en el dorso que lo llamara a la tarde al teléfono.

 

Quedaron en encontrarse a tomar un café el domingo a las diez de la mañana, en el bar de la galería comercial. Desde las ocho, Ernesto estaba sentado tratando de disimular el bastón, que colocó sobre una silla. El tiempo no pasaba. No sabía que Nora casi no pudo dormir, que el sábado se dedicó a teñir su cabello, a ponerse cremas, a pintarse las uñas de manos y pies, aunque esto último le requirió un esfuerzo extra en su columna vertebral, a preparar el vestido con el que se sentía un poco más atractiva. Se lamentaba no haber comenzado la dieta siempre postergada y que su vientre ya no fuera plano, pero los hijos habían dejado esas medallas en su cuerpo y los años habían ayudado.

 

Cuando vio llegar a Nora, se paró para saludarla, sin animarse a darle un beso en la mejilla ni extenderle la mano. Se sintió avergonzado por su falta de decisión. Luego de unos momentos de desconcierto, la invitó a sentarse y comenzaron a contarse la vida desde su separación. Él de su viudez y soledad, ella de su divorcio y soledad.

 

Pasaba el tiempo y se reconocían íntimamente cada vez más. Se contaron los dolores, los miedos, los deseos truncos y los realizados. Se mostraron, en los celulares, fotos de los hijos y nietos. El hambre hizo que dejaran el café para ir a almorzar. Ernesto le advirtió al pararse, que usaba bastón y ella le contestó que ya lo sabía; eso lo alivió.

 

Un almuerzo lleno de risas y recuerdos de viejos amigos, del barrio, de varios brindis con vino tinto. Nora tuvo miedo de marearse y hacer un papelón y se lo dijo. Él le tomó la mano y le dijo que la sostendría. Ambos sintieron el mismo calor en el pecho y en otras partes del cuerpo.

 

Fueron a caminar por el parque, sonriéndose, mirándose a los ojos. Se sentaron en una pérgola con flores, él le regaló una, que cortó a sabiendas que no debía hacerlo, y se la colocó en la oreja. Se rozaron las rodillas, simulando un hecho accidental, pero no las retiraron. Finalmente se besaron. Terminó la tarde con un brazo de Ernesto sobre los hombros de Nora. Quedaron en verse el miércoles, él la pasaría a buscar a las seis de la tarde.

 

Y llegó el miércoles y aún no sabía cómo decirle que quería que hicieran el amor. El miedo a una negativa era tremendo y temía no cubrir las expectativas de Nora, ni las propias. Pero eran grandes y ambos tendrían sus limitaciones. Le pidió el auto prestado a su hija y puntualmente pasó a buscar a Nora. Nora hacía media hora que, bien perfumada, estaba detrás del cortinado de la ventana, esperando a Ernesto muy nerviosa, con la certeza de lo que él sugeriría.

 

Ernesto abrió la puerta del vehículo, Nora entró y luego de mirarse, unieron sus labios. Él le tomó la mano y mirándola tiernamente dijo –Me gustaría… y ella lo interrumpió con un tímido Bueno.

 

Sabían que el cuerpo tiene memoria, lo que facilitaría las cosas, pero también que el tiempo perdido no se recupera. Se darían la oportunidad de disfrutar la primavera que estaba llegando a sus vidas nuevamente.

 


 

Senior
[Adela López Caulín. 2º premio]
El tren

Fermín había pasado la noche en vela pensando, en si se adaptaría a vivir su nueva vida. Dejaba su pueblo, su casa, sus amigos y las visitas al cementerio donde las conversaciones con Antonia, su mujer, le hacía más llevadera su soledad.

 

Su hija Isabel se había empeñado en que se tenía que ir a vivir con ella. Aunque a él no le entusiasmaba la idea de ir a una ciudad con tanto bullicio, se había resignado a la petición insistente de su única hija.

 

Subió al tren con su maleta vieja y buscó su asiento, se acomodó y esperó a que el tren iniciara su marcha. En la espera, Fermín miraba a través de la ventanilla con melancolía, no se detenía en mirar a los pasajeros que andaban por los andenes, su mente estaba en otro lugar, en aquél en el que cada día conversaba mirando a una losa llena de flores.

 

Cuando comenzó a moverse el tren, una señora con las manos ocupadas por una maleta y un gran bolso, se aproximaba por el estrecho pasillo casi sin aliento al sillón de al lado, miró su billete y se acomodó.

 

¡Buenos días! – dijo la señora sonriendo – ¡Buenos días! – respondió Fermín sin mirarla.

 

¡Bonito día! – exclamó la recién llegada.

 

Fermín no contestó, y ella prosiguió – Me llamo Julia ¿y usted?

 

Anteponiendo la mirada a sus palabras, le contestó secamente – Soy Fermín– – Encantada Fermín – seguidamente le alargó la mano para estrechársela, él esperó unos segundos antes de ofrecérsela y con cara seria la miró con desdén.

 

Julia rondaba los setenta, tenía un semblante jovial y una alegría contagiosa, a cada palabra que pronunciaba, le seguía una gran sonrisa. Fermín no llegaba a los ochenta y su semblante era serio rozando la antipatía.

 

Ella persistía en entablar conversación, y él en hacerse el sueco. Pasaron varias horas sin que Fermín dedicara ni una palabra a su compañera de viaje, mientras que ella no paraba de hablar. En un momento de euforia contando algo que a él no le interesaba, Julia posó su mano encima de la de Fermín mientras soltaba una saludable carcajada, entonces Fermín se levantó del asiento dando un respingo, apartándose de ella como si tuviera la peste.

 

Perdóneme, no era mi intención molestarlo, solo quería un poco de conversación.

 

¡Jesús! Qué hombre más desagradable – dijo en voz alta.

 

Desde ese mismo instante, Julia se quedó callada, bajó la cabeza y se puso a mirar una revista disimulando su desencanto. Pasaron unos minutos, hasta que Fermín volvió a su asiento y con voz apagada se dirigió a ella diciendo:

 

Lo siento, no quería ofenderla.

 

No se preocupe – le comentó mientras pensaba que era un hombre ratraído.

 

¿Qué tiene usted en contra, de que hombres y mujeres compartan palabras?

 

Le vuelvo a pedir disculpas, es que hace tiempo que no me relaciono con nadie, soy un viejo cascarrabias, que vive solo sin que nadie irrumpa en mi vida.

 

Fermín comenzó a contarle cosas de su pueblo, de su vida y el motivo de su viaje, ahora el que no paraba de hablar era él. Julia lo escuchaba con interés y veía que poco a poco los dos se sentían a gusto mientras conversaban.

 

Me gusta ser su compañera de viaje, aunque sea usted un cascarrabias – dijo la señora.

 

Se miraron en silencio durante unos segundos hasta que una sonrisa se dibujó en sus rostros.

 

Creo que tiene usted todavía un buen aspecto para su edad, Sr Fermín.

 

Dígalo otra vez– le dijo él, mientras se ruborizaba.- ¿Cuántos años me echa?

 

Pues yo diría que tiene la edad justa para volver a empezar a vivir.

 

Fermín la miró como si le adivinara el pensamiento.

 

Y usted. ¿Qué edad diría que tengo? – dijo Julia.

 

Pues yo diría, que es una señora muy inteligente y muy guapa, para la edad que tiene.

 

Los dos rieron con una carcajada sonora a la que le siguió un silencio y una mirada de felicidad, ninguno de los dos se atrevía a romper ese momento mágico.

 

Julio intuyó por un segundo en aquella mirada una sensación desbordante de satisfacción.

 

Fermín sonrió, agradeciendo por primera vez a la vida, el regalo infinito de una ilusión que hacía tiempo que tenía perdida.

 

Después, la conversación siguió su curso por ambas partes, Julia le contaba los proyectos que tenía. Quería seguir viajando, conocer nuevos lugares y continuar con su hobby, la pintura. Eso, había hecho que el hueco que dejó su marido cuando murió, lo llenara con la felicidad que le producía pasar horas delante del caballete.

 

Fermín se dio cuenta de que nunca había salido del pueblo, que no tenía más afición que echar la partida de dominó con sus vecinos del pueblo todos los días.

 

Mientras, las horas y los paisajes pasaban en torno a ellos igual que mariposas revoloteando en los días de primavera.

 

Fermín miró su reloj de pulsera y comprobó que el viaje estaba llegando a su fin, tenía miedo de que acabara, ahora quería seguir hasta muy lejos, tan lejos que no pudiera bajarse nunca de ese tren que le había devuelto la ilusión.

 

Julia le cogió la mano y le acarició, a continuación, sus ojos castaños buscaron los de Fermín y le dijo:

 

Cuando el tren pasa por tu puerta, o te subes, o te quedas en tierra lamentándote toda la vida por no haberlo cogido.

 

Próxima parada estación de Sants – anunció el revisor.

 

Voy a estar en Barcelona dos semanas, después vuelvo a Málaga, si quieres te puedo llamar– dijo Julia, esperando una respuesta afirmativa.

 

Fermín se quedó paralizado unos segundos sin saber que decir, por su mente pasaron pensamientos a la velocidad de un rayo, todo se acumulaba de golpe. No encontraba las palabras adecuadas. Esperó unos segundos a que le contestara, viendo que no había respuesta, cogió su maleta, le extendió la mano a modo de despedida y le dijo:

 

Encantada de conocerte Fermín – y se dispuso a salir del tren.

 

Julia caminaba con la cabeza baja sin querer mirar atrás, los pasos se le hacían cada vez más pesados y lentos, y una tristeza profunda invadía todo su ser.

 

Cuando se disponía a subir a un taxi, oyó una voz que decía:

 

¡JULIA, ESPERAMEEEEEEEE!

 


Senior
[Jose Luis Bragado García. 3er premio]
Las horas dulces de la senectud

El sol no hace mucho que ha salido. Por la ventana del dormitorio de Adela, se filtran confundidos, el campanilleo de un rebaño que sale a lo lejos, con unos ladridos jubilosos de perro pastor; y todos ellos, se funden con el armónico sonido de las ocho campanadas del reloj de la plaza, que como cada mañana la despiertan. Se levanta, y al abrir la ventana entra con el frescor y la luz una serenidad alegre. Adela tiene sesenta y nueve años. Está jubilada. Apenas cumplidos los ocho años raquíticos y escasos, ya era una mujercita capaz de realizar tareas de la casa y dar de comer a los animales. Desde bien párvula tuvo que aprender a expurgar las miserias ajenas en el arroyo helado; y acostumbrar a su cuerpo, al trasiego de jornadas entre relentes de lunas, y abrasadores soles.

 

Los años vividos, son para el cuerpo como un vendaval que todo lo descuaja; y, Adela lo cuida con esmero. Se asea, desayuna, y se encamina por entre angostas calles a su huerta. Caminando nota como la envuelven erráticos recuerdos de la niñez, conversaciones bruñidas por el paso de los años: -“Vamos a los sillares”, “Nos vemos en los sillares”. Este lugar estaba compuesto por piedras de sillería; restos del palacio del Marqués de Villasante que servían para sentarse. Allí se reunían todos los ancianos. Echaban una parrafada o, mantenían la boca cerrada mientras escuchaban las cuitas y vicisitudes de los demás. Unos llegaban y otros se iban. Si tenían ganas o necesidad de encontrarse con la gente, a los sillares se encaminaban. Era la única distracción o modo de pasar esos ratos que después de jubilarse les sobraban, o se les caían, como los botones descosidos por el huso; y en el que sólo esperaban, con paciencia y sin prisas, la llegada de la muerte. Ahora, ya no es así. Al llegar al huerto, entre surcos de hortalizas plateadas por la escarcha, Adela, ensimismada, piensa al contraluz, que la huerta aparte de ser entretenida, es gratificante a poca mano que se tenga. Desde hace muchos años acierta con lo sembrado. Al principio lo hacía por necesidad; ahora lo hace con agrado para que disfruten sus hijos Mateo y Aurelio, sus dos nueras y los cuatro nietos. Viven en Madrid y, cree que allí no prueban lo auténtico. La visitan un fin de semana cada mes, y pasan las vacaciones en el pueblo; ella se complace de su compañía, y ellos regresan contentos y cargados con los productos de temporada.

 

Tenía treinta años cuando quedó viuda y con tres hijos. La pérdida, le supuso que todas las tejas que protegían su vida se estrellaran contra el suelo. Se vistió de dolor, y se encerró en él; hasta que poco a poco comenzó a odiar todo ese luto que día tras día comenzaba a helarle la sangre. Y un amanecer, entendió que debía pasar la negra página de la vida. Desde ese instante, sin descanso, y con una vaharada de esperanza trabajó en el campo entre surcos y barbechos, hizo de pastora en la otoñada, fue vedijera de temporada, albéitar cuando el asunto lo requería, jornalera de día, soñadora en la noche; y como le gustaba ser poeta, sus pareados colmaban de rimas y risas las fiestas, y las largas noches de invierno alrededor de la lumbre con sus hijos.

 

Tras la tormenta del recuerdo, un frescor se acentúa por todo el aire. En la cocina de Adela huele a verdura y pescado, a legumbre y espiga mientras prepara la  comida. Hoy, como cada día laborable tendrá invitados; pero mientras cocina no deja de pensar en nuevos proyectos. Desde hace cinco años coopera en la concejalía de cultura de su pequeño pueblo. “Los jóvenes carecen de tiempo”. Ella no entiende mucho de política, sabe más de la tierra de la huerta, pero quiere ayudar a los demás y eso basta. Con tesón, ha conseguido para el pequeño pueblo una pequeña biblioteca; y fundado un club de lectura. Todos leen el mismo libro y lo van comentando; al final parece que cada uno ha leído un libro diferente y se lo pasan muy bien cambiando impresiones. Asimismo ha logrado que acuda varios días a la semana un monitor de gimnasia de mantenimiento; y hasta la capital han llegado los ecos de “La Semana Cultural”; que con gran entusiasmo organizan en época estival, aprovechando que los habitantes del pueblo se duplican con la llegada de los veraneantes.

 

El carillón inunda de bronce el mediodía dando doce toques. En las afueras del pueblo pacen y triscan con placidez las ovejas que oyó al amanecer. Adela se halla en el aula de gimnasia; lentamente el cuerpo, edificio del alma, se restituye con el ejercicio. Y percibe como en su interior nace una mañana que no parece de este mundo, de tan ardida y luminosa. El ejercicio fomenta en ella una pureza que no cede, un secreto coraje que la devuelve alegre al aire respirable, a la conciencia liberada y profunda. El movimiento armonioso del cuerpo abre esos calabozos interiores, esos muros biológicos que son como la sombra mala; y deja que se abra paso la vida, embistiendo contra la tristeza y la desgana y llenando su alma de ilusión.

      

Sobre las losas, cuando vuelve el resol, se reflejan sus pasos camino de la parada del autocar donde recogerá a los dos nietos, son de su hija Isabel; niño y niña. Tardaron mucho en llegar, pero ella casi lo prefiere, porque ahora disfruta con ellos. El poeta ha dicho: “Donde están los niños hay una edad de oro”.Y ella bien que se aprovecha. Dos alegres campanadas llenan la plaza de un salpicón de arrebolada alegría. Imposible no sonreír al verlos retozar al bajar del autocar; y como una fugaz pincelada, en su cara se refleja una sonrisa agridulce por lo que la vida le robó en su infancia.

      

Su hija Isabel, vive en el pueblo al igual que su yerno. Trabajan ambos en la ciudad. Adela se encarga de los nietos hasta su regreso a las cuatro. Les cocina y sirve la comida. Comerán sano; y hasta que vuelvan sus padres les narrará viejas historias, cuentos ancestrales. Al anunciárselo, siente la blanca algarabía de los niños; las sillas golpeadas en la prisa para sentarse a su lado, ese resuello libre que anuncia la emoción, pleno de silencio ávido por escuchar…  “Suena en el ambiente un tloc, tloc, de herraduras; relincha un caballo, bala una oveja, ladra un perro lobo, caballeros y damas dirimen sus diferencias entre los muros de sombríos castillos…. Tiene este narrar la fascinación de lo imprevisible. Es la palabra viva de la experiencia la que se venga de las videoconsolas, los videojuegos y la televisión.

     

Adela rememora una frase leída con anterioridad, mientras regresa feliz de la casa de los nietos a la suya.  No es fácil delimitar el momento en que los mayores comienzan a nutrirse de nostalgia. No es su caso, ella tiene mucha ilusión por realizar cosas nuevas, por vivir el presente y, es consciente que pese a estar jubilada tiene aún mucho por hacer transmitiendo su experiencia y experimentando.

 

El sábado Adela cumplirá años. Vendrán los hijos y los nietos a felicitarla –no siempre han podido- ella les prepara una sorpresa en forma de regalo. Su primer “librito” de poesía. Así, cuando ella falte, seguirá estando con ellos a través de sus versos. Pero ahora toca vivir. Ilusión y utilidad son los manantiales en los que bebe hasta saciarse. En ellos mora el espíritu alegre de la vida, de su vida.

 

Arriba, el reloj, con dulce y añejo sonido metálico da doce campanadas. En el mutismo, placenteramente, con suavidad, nota como se va apoderando de su cuerpo, de su cabeza, un dulce sueño sin límite; y percibe como todo su ser se va transfigurando en melodía. No sabe por qué, ni de dónde brota, ni cuánto durará, “pues el tiempo que todo lo devora la engullirá a ella también”, pero es consciente de que mientras llega ese momento, disfrutará de la vida deleitándose con: “Las horas dulces de la senectud”.

 


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